20 de abril de 2006

32


El 21 de abril de 1974 mi madre tuvo en la clínica Miranda de Guatire, Estado Miranda, a un coñito que pesó apenas 2 kilos 300 gramos, y midió 48 centímetros. No se enteró que estaba embarazada hasta que cumplió unos 5 o 6 meses en ese estado, porque ella siempre fue muy irregular. De hecho, se suponía que no podría tener hijos, pero Dios le regaló dos: Mi hermana Iriana, 4 años mayor que yo, y quien les escribe.


Me recuerdo como un carajito llorón, fastidioso y consentido, peleaba con mi hermana a cada rato y, por supuesto, salía perdiendo porque ella siempre fue más fuerte y más grande, y más inteligente... que yo. Creo que se aprovechaba de su superioridad para mantenerme sometido, pero según ella, en alguna oportunidad lograba voltear la tortilla y hacer que mis padres la regañaran por causa mía, lo cual, según ella, me daba mucha satisfacción y a ella mucha rabia.


Estudié en un colegio de curas agustinos, en una época en la que no permitían el ingreso de niñas. Siempre fui el niño inteligente del salón, uno de los "cerebritos". Mi mamá vivía orgullosa de mis calificaciones, aunque nunca terminó de gustarle mi letra y mi desorden en los cuadernos. Pero eso duró mientras fui niño. Entrada la adolescencia comencé a descuidarme, a no pararle tanto a las calificaciones, y ya para los últimos años de la secundaria incluso reprobé Matemáticas y Química de cuarto año. No entendía aquello de las mezclas, las soluciones -no sé cuantos gramos de no sé qué cosa diluidos en no sé cuantos mililitros de alguna otra cosa-, ni la trigonometría, tangentes, ángulos, senos (y hablando de senos, a estas alturas todavía no había tocado ninguno, mi sexualidad para la época era nula, pero no entremos en esa clase de detalles)... Supongo que mi madre sufría con tales resultados (académicos y sentimentales), pero por otra parte tenía cosas más importantes de qué preocuparse: en ese entonces, mi hermana había quedado embarazada a los 15 años, mi sobrina tenía dos o tres años y mis padres estaban por divorciarse. Seguramente lo que hice fue agravar la situación.
Me gradué de bachiller y obtuve una beca para estudiar en Italia. Allá estuve dos años, estudié italiano y luego ingresé a la Universidad Luigi Bocconi de Milán para estudiar Ciencias Económicas y Sociales. Al año, regresé a Venezuela (la economía no era lo mío) y estudié en la UCAB la licenciatura en Comunicación Social. Ahí comenzó la aventura universitaria, que fue muy movida, hice de todo, teatro, deporte, política estudiantil... Ya había logrado obtener alguna experiencia en el campo laboral, pasé por varios cargos sobre todo relacionados con prensa en varios medios de comunicación, debo decir que con resultados bastante satisfactorios...
Luego de algunas experiencias en Asociaciones no Gubernamentales y proyectos ciudadanos, comencé a dar clases en la Universidad y decidí montar mi propia empresa. Y en eso ando.
Ahora mi hermana vive en Sevilla, con mis sobrinos. Mi mamá se la pasa de aquí para allá y de allá para acá. A veces se le olvida que ya crecí, que soy un adulto (o al menos trato de serlo). Por ejemplo, hoy me preguntaba si tenía las fotos para sacar el pasaporte, que si tenía la planilla, que si cuando era la cita... y después me dijo: "¡Ah, no, verdad que no me tengo que meter! ¡Siempre se me olvida que ya tu eres grande!".
Si, bueno, dicen que ya soy grande. En realidad, trato de mantenerme con la cabeza en los hombros y los pies en la tierra. Trato de comportarme. Intento ser ecuánime, analizar y resolver los problemas, reaccionar de forma adecuada ante las circunstancias, y sobre todo, tomar las decisiones que me lleven a vivir la vida que quiero... Claro, a veces no las pego todas, otras veces me sale todo mal, y hay días que me comporto como un adolescente o un carajito. Pero eso le pasa a todo el mundo -digo yo-, o al menos con eso intento consolarme cuando me dan mis arranques.
Yo creo que a veces es bueno sacar cuentas, y un día antes del cumpleaños pues vale la pena echar para atrás y ver todo lo que has hecho. Pero también ver palante y tener claro lo que quieres hacer.
Por ahí decía alguna vez que la vida hay que vivirla apasionadamente. Los 31 años estuvieron marcados por muchos eventos que han ido llevandome a lugares insospechados. Solo espero que los 32 me lleven con el mismo ánimo hasta los 33. Así sí es rico cumplir años. 32... Ese será un número importante durante un año de mi vida. Cada vez que me pregunten "¿qué edad tienes?", voy a decir "32". A partir de mañana, sumaré uno más a la cuenta.
Besos y abrazos a quien corresponda...

14 de abril de 2006

Josefina


Tengo varios días sin saber exactamente de qué escribir. Me han pasado unas cuantas cosas que valdrían la pena mencionar, relacionadas con el trabajo o con la salud, pero la verdad es que todavía las estoy digiriendo un poco, para entender mejor qué es lo que debo hacer ante ciertas circunstancias.
Sin embargo, en uno de los paseos rutinarios por las bitácoras, me encontré con alguien que me hizo recordar a alguien muy especial para mi y de quien todavía no he escrito la primera vez.
Ana Josefina Estrada de Aellos es el nombre completo de mi abuela materna, mejor conocida como Josefina o Fina. Nació el 06 de abril de 1920, en la isla de Margarita. Muy joven se casó con quien sería mi abuelo, Avelino Aellos Bravo, nacido en Güiria, Estado Sucre, en el año 1912.
Ambos tuvieron 9 hijos -aunque en realidad podrían haber tenido algunos más... mi abuela tuvo varias pérdidas y su hija mayor murió siendo muy pequeña, su nombre era Primitiva-. Andrés, Hilario, Victor, Nuncia, Omar, Aurora, Marleny, Ninoska y Juan Antonio son los nueve, mi mamá es Aurora, la sexta de la dinastía.
Siempre quise escribir sobre esta familia, un tanto singular, un poco loca, disfuncional... pero creo que todos pensamos de una u otra forma que nuestras familias son disfuncionales. El asunto es que mi abuela tuvo ese montón de muchachos, y ya cuando eran grandes, sufría un poco del síndrome de la Loca Luz Caraballo: no se quedaba tranquila hasta que hablara con cada uno de ellos por teléfono todos los días. Sacaba la cuenta con los dedos, preguntándose con quién no había conversado ese día. La familia era bastante unida: mi abuelo vivió enfermo durante los últimos 15 años de su vida, y los hermanos orbitaban alrededor de la casa de mis abuelos, visitándolos a menudo, e incluso con un régimen de cuidados en los que cada uno tenía que pasar la noche con ellos al menos una vez a la semana.
Considerando que mi mamá es la única médico de todos los hermanos, la frecuencia con la que visitábamos a mis abuelos era aun mayor. Pasábamos fines de semana enteros en su casa, un caserón enorme con 5 o 6 habitaciones, un pequeño patio con plantas, terrazas y jardín. Por supuesto, eso me dio la oportunidad de compartir muchas cosas con mi abuela.
Nos encantaba ver televisión juntos. Ella tenía su sillón reclinable, y yo me sentaba a su lado en una poltrona verde. Pero lo más sabroso de ese momento es que, como todos los viejitos, la piel de mi abuela era bastante flácida, más aún en aquellos lugares que quedan a merced de la gravedad. Entonces, mientras veíamos alguna telenovela, yo la tomaba por el brazo y jugaba con la piel colgante, cosa que a ella le causaba mucha gracia. Podía pasar la hora entera viendo "La Dueña" con Amanda Gutiérrez vengándose de todo el mundo, mientras le hacía ese pequeño masaje en el brazo.
Mi abuela me introdujo en el secreto arte de sacar solitarios con las barajas españolas. Sacaba unos 5 o 6 tipos de solitarios, y luego me prestaba las cartas para que yo sacara algunos bajo su supervisión. Cuando me disponía a mover alguna carta que ella consideraba inconveniente, me detenía y me explicaba cuál carta mover y por qué. A veces le hacía caso, pero otras veces le porfiaba un rato y trataba de sacar el solitario a mi modo. Ella no se molestaba, pero si el solitario se trancaba, terminaba achacándome el error y diciéndome que debí haberle hecho caso.
También sacábamos crucigramas, los de la revista Estampas de los domingos. Pero ahí el ritual era otro. Lo primero era que estaba prohibido escribir ni una letra de su crucigrama, al menos no sin avisarle. Le molestaba encontrar un crucigrama empezado, y mucho más si lo habían hecho con tinta de bolígrafo y no a lápiz. Luego, al sentarnos a hacer el crucigrama, ella leía el enunciado y si lo sabía, lo escribía directamente. Pero si no lo sabía, entonces aceptaba sugerencias. Y siempre, siempre me dejaba buscar en el diccionario, y a mi me entraba una satisfacción enorme cuando le demostraba que la palabra que yo había propuesto era la correcta.
Ya cuando era un poco más grande, empecé a hacer algo que recuerdo como una de mis travesuras con mi abuela: cuando estaba de espaldas, le tomaba la tira de los sostenes y se los levantaba, simulando una cirugía estética manual... Ella se reía horrores cada vez que hacía eso -"tú si tienes vainas, muchacho", decía entre risas-.
Mi abuela fue siempre una mujer muy sana. Siempre le pidió a Dios morir dormida y sola, sin ninguno de sus hijos cerca. Esa solicitud se debía a que mi abuelo, por su parte, pasó muchísimo tiempo en cama, y sus hijos tuvieron que atenderlo con todos los cuidados que requiere una persona mayor que no puede moverse. Todos los sacrificios que vio en sus hijos hacia su padre no quiso que se repitieran con ella.
Justo por la situación de mi abuelo, mi mamá me pidió que viviera con ellos durante los últimos dos años de mis estudios secundarios. Mi mamá me había dicho que, dada la situación de mi abuelo, ella dudaba que mi abuelo viviría mucho más que eso. Y en efecto, así fue. Un par de días después de mi graduación de bachiller, mi abuelo dejó de respirar cerca de las seis de la mañana. Nadie se fijó realmente en la casualidad que significó la fecha de su muerte, hasta que mi abuela, esa noche, en el funeral, le dijo "Me dejas el mismo día que decidiste estar conmigo"... Ese día, 23 de julio, era su aniversario de bodas número 55. Todos nos quedamos un poco fríos ante la noticia, que ensombreció aún más el momento.
Ella decidió mudarse a su casa de Güiria. Mi mamá vivía llamándola día y noche. Allá, mi abuela no estaba sola, dos de sus hijos -Nuncia y Víctor- estaban con ella. Un buen día, por esas cosas de la vida, ambos tenían que salir de viaje, dejando a mi abuela sola en el pueblo por un par de días. Andrés, el mayor, estaría en Miami, a punto de montarse en un crucero con su esposa. Victor iría a Puerto Ordaz a atender asuntos de negocio. Nuncia estaría en Margarita, visitando a la Virgen del Valle por una promesa que todos los años cumplía rigurosamente. Omar vive desde hace 20 años en Houston, EEUU. Marleny vive en Tovar, Edo. Mérida, Ninoska en Maturín, Edo. Monagas y Juan Antonio estaba trabajando en Atlanta en ese momento. Aurora e Hilario estaban en Caracas.
Ante la perspectiva de que mi abuela se quedaría sola, mi mamá ese día la llamó una vez cada hora a partir de las siete de la mañana. Ya cerca del mediodía, mi abuela le pidió que no la volviera a llamar, que ella estaba bien, que almorzaría y se recostaría a hacer la siesta para luego ir a misa (era primer viernes de mes). Mi mamá no quiso molestarla más.
A las cuatro de la tarde recibimos una llamada, yo atendí. "Jogreg, tu abuela se murió". A partir de ese momento, el dolor que nos embargó fue tremendo. Pero ella había muerto como tantas veces se lo pidió a Dios: Sola, durmiendo, con un rosario en la mano. Había dejado la casa perfectamente arreglada, toda la ropa limpia y colocada en su sitio. La encontraron sus amigas, con las que iría a misa, cuando fueron a buscarla y la vieron a través de la ventana, aparentemente dormida.
Mi abuela fue para mi una mujer muy especial. Tenía un carácter muy peculiar. Para mi, estar con ella era estar contento. Solo recuerdo haber peleado con ella una sola vez. Ahora, todo lo que hago, de una u otra forma, está dedicado a ella. La recuerdo siempre, a veces siento que nunca me abandona. Ella siempre lo dijo: yo soy su nieto favorito, y siempre me lo hizo sentir. Pasó mucho tiempo para que pudiese hablar de ella sin que me asaltaran las lágrimas... aunque a veces, todavía se me escapa alguna.
Ella es la razón por la que creo en el cielo: si mi abuela está en algún lado, allá es donde debe estar.
Besos y abrazos a quien corresponda.

7 de abril de 2006

Cuánto quiero a mi perro

Nunca había tenido una mascota de verdad. Digo de verdad porque no es lo mismo tener un periquito, un canario o un pez dorado que tener un perro o un gato. Durante mi infancia, recuerdo que en mi casa solo se podían tener aves o peces, que era lo que más podían tolerar. Uno de los que más tiempo estuvo con nosotros fue un pez a quien le puse Oscar, y creció en su pequeña pecera sobre la cocina durante más de 4 años, hasta que me fui a vivir a Italia, y no supe más de él.
Quizás la mascota más terrible que tuve alguna vez fue Pepe, el loro. Pepe era un caso serio de psicopatía animal. Era un loro arisco, feo, con poca gracia. No repetía nada de lo que escuchaba, no daba la patica; muy por el contrario, no podíamos acercarnos demasiado a la jaula porque buscaba picarnos la mano, incluso cuando traíamos la comida.
Pero el aspecto más desagradable de Pepe era que, a eso de las 5:30 de la mañana, luego de que había pasado todo el día y toda la noche sin decir ni media palabra, el loro comenzaba a gritar como si lo estuvieran matando. Eran unos alaridos que podían escucharse a dos cuadras de distancia. Por supuesto, toda la familia se despertaba a callar a Pepe, para que luego de varios intentos fallidos, regresáramos a la cama a tratar de seguir durmiendo, utilizando las más diversas técnicas de meditación trascendental o simplemente tapándonos los oídos con las almohadas. Y en el peor de los casos, nos resignábamos a despertarnos y comenzar nuestras faenas un poco más temprano de lo normal.
Por supuesto, Pepe no sabía si esa mañana era lunes, miércoles o sábado. Así que un domingo como cualquier otro día, el pajarraco se ha puesto a dar lecos sin compasión. Recuerdo como en la hora cómo mi hermana se levantó histérica y le lanzó un zapato contra la jaula, pero el loro seguía empeñado en despertar a todo el edificio. Esa mañana, para la felicidad de Pepe y la nuestra, la familia tomó la decisión de dejar al loro en libertad. Le abrimos la puerta de la jaula, y el bicho verde salió, entre caminando y volando, hasta perderse. Ojalá haya sido libre el resto de sus días, pero no por el bien de él sino por el bien de cualquier cristiano que haya decidido adoptarlo como mascota.
El asunto es que ahora tengo un perro. Nos lo regaló un amigo, dueño del papá del cachorro de pitbull de 4 meses que ahora habita con nosotros. Decidimos ponerle por nombre Tungo, y desde el momento que llegó a la casa empezamos a consentirlo. Salimos corriendo a una tienda para mascotas y le compramos todo lo que pensamos que podía gustarle: juguetes, correas, peluches, comida, productos para el baño y hasta un libro sobre pitbulls (para nosotros, no para él).
Luego de 6 meses de convivencia, parece increíble cómo lo único que le falta al perro es hablar. Uno entiende prácticamente todo lo que el perro quiere, cómo se siente, si quiere jugar, dormir, comer... Ha ido aprendiendo cuál es su lugar para hacer pipí o pupú, o que no puede dormir con sus papás porque él tiene su gran cojín que le regalamos para que durmiera en el cuarto con nosotros.
Pero lo que más me gusta de Tungo es que sufre de lo que yo llamo el Síndrome "Dino Picapiedra". Apenas llegamos de la calle, Tungo inmediatamente ladra y sale corriendo a la puerta a recibirnos, saltando y moviendo la cola como un loco, oliendo y revisando cuanto paquete, bolsa o maletín traemos para ver si no hay un regalo para él.
De hecho, hace poco pasé 6 días fuera de la casa, y cuando regresé, Tungo se emocionó de tal modo que pasó media hora para que se calmara. Brincó encima de la cama, revisó todas las maletas hasta que se cercioró de que no había nada para él y me lamió la cara hasta que no hubo un centímetro cuadrado sin recorrer con su lengua.
En mi casa siempre se pensó que era absurdo encariñarse con un perro de ese modo. Pero ahora entiendo que es muy sencillo querer a una mascota, porque ellos dan tanto amor a sus dueños como el que uno les prodiga, incluso más. Y ese amor que ellos nos entregan es incondicional, y lo manifiestan permanentemente. Cuidan nuestros hogares, y lo más importante, nos cuidan a nosotros.
Por eso es que, a veces, cuando veo como se comportan los seres humanos (que parece que de humanos no tienen un carrizo), recuerdo cuánto quiero a mi perro.

Besos y abrazos a quien corresponda.