21 de enero de 2008

La despedida


(Para Pao)

Aquel hombre estaba sentado en un escalón que sobresalía del piso frío del aeropuerto. Las piernas dobladas, los codos apoyados en las rodillas, las manos que ocultan el rostro húmedo. Trataba de aguantar las ganas de sollozar desvergonzadamente en pleno tránsito peatonal, está bien que los aeropuertos sean los lugares más adecuados para ver a alguien llorar, pero tampoco era un asunto de sentirse orgulloso por ello.
Es que el vacío que se siente en el pecho es grande, enorme. Y son muchas las lágrimas que hay que vertir para mitigar el dolor que genera tanto peso. Es extraño: sería quizás el único vacío que pesa, una rareza físico-química digna de estudio, pero que seguramente ningún científico podrá discernir. En las cosas del amor, de los sentimientos, de la vida, la mirada objetiva no tiene lugar.
Lo que sí estaba claro era que había razones de sobra para tomar la decisión de irse. De recoger la vida y meterla en una maleta para rehacerla en otras latitudes. Y cuando los motivos son los motivos, la fuerza de la voluntad es una marejada indetenible. "Lo mejor es lo que pasa", pensó. Y de inmediato se retractó de sus pensamientos: esa no era la mejor manera de interpretar el momento. Esta no era una jugada del destino, del azar: era una decisión consciente.
"Todo va a salir bien". Todo indicaba que no había razones para el fracaso, para la duda. De eso estaba seguro, y era su único y su mejor consuelo. Sin embargo, no era el mejor momento para consolarse: hacía pocos momentos, su hija se había despedido de él.
Decidió que no tenía por qué avergonzarse. Lloró sonora y contundentemente, hasta inundar todo el lugar. Ya habrá tiempo para sentirse mejor.
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La obra se llama "La despedida" del pintor español Alvaro Reja

16 de enero de 2008

Ojos que no ven...

Estaba enceguecido. La imagen fue como un flash que nubló su mente, y de entrada lamentó que no nublara también su vista, porque siempre hubiese preferido no ver. Dicen que ojos que no ven, corazón que no siente, y cuando pensaba sobre eso su conclusión siempre fue que ese refrán era una gran estupidez. Ahora era él quien se sentía un estúpido, porque había visto lo que su corazón quizás hubiese preferido no ver.
Su cuerpo reaccionó solo. No era hombre de armar escándalos, de perder los estribos, así que salió del cuarto del hotel con la misma rapidez con la que había entrado. Decidió no esperar el ascensor, porque lo mejor era huir lo más rápido posible de aquella escena dantesca y no dar chance a los protagonistas de la habitación 412 de alcanzarlos. Ya tendría oportunidad de hablar con su mujer.
- ¿Y qué carajo le vas a decir, si se puede saber?
Esa era la pregunta que le asaltaba. ¿Sería capaz de perdonar a su esposa? ¿O se enfrentaría al largo y terrible proceso del divorcio? ¿Y sus hijos? ¿Qué va a pasar con ellos?
- ¿Por qué? ¿Por qué me echó esta vaina?
Mientras se hacía todas estas preguntas, bajaba las escaleras de forma inconsciente, sus piernas se movían solas. No sabía adonde ir: se suponía que estaban aprovechando la convención de la empresa para disfrutar de un paseo bien merecido. Y resulta que ella no esperó a que él se fuera a cumplir con las obligaciones del viaje para disfrutar de los placeres de una cama anónima.
- ¿Pero quien es este tipo? ¿De dónde salió? ¿Cuánto tiempo tendrán juntos?
Eran demasiadas cuestiones sin resolver. Pero sabía que no podría tener una conversación decente en este momento. Los gritos, el llanto, no llevarían a ninguna parte. Era mejor así, dejar que el momento pasara para pensar mejor lo que sería el futuro de la relación.
No había terminado de armar esa frase es su cabeza cuando uno de los escalones se movió. O al menos esa fue la impresión que tuvo cuando pisó en falso y rodó escalera abajo. Su cuerpo se movía inconexo. Intentaba agarrarse de los pasamanos pero todo pasaba demasiado rápido. La gravedad era una fuerza incontrolable. Y a medida que caía, sentía como se quebraba algún hueso de las extremidades, o se golpeaba la cabeza. La caída era cada vez más aparatosa -"espero que nadie la esté viendo... ¡hay que ver que hasta en estos trances lo último que se pierde es el sentido de la vergüenza!"-.
Muchos años después -o al menos eso le parecía en su cabeza, porque en realidad todo ocurrió en unos pocos segundos-, todo a su alrededor se detuvo, y su mente se desconectó.

Momentos después, el hotel se llenó de gente: paramédicos, empleados, curiosos. entre ellos, una mujer y un hombre en bata de baño presenciaban la escena: el accidentado era el hombre que había entrado intempestivamente a su habitación. Otra mujer lloraba a su marido que era llevado inconsciente en una camilla a la ambulancia.
- ¿Quién era ese señor?- preguntó la mujer en paños menores.
- Un huesped. Habitación 312- contestó el gerente del hotel.

La imagen es un dibujo de Indira Montoya, o Mariposa Furiosa, llamado "La Caída"

8 de enero de 2008

La cachetada

Estaba harta de él. Harta de su actitud, de su debilidad. Ahí estaba él, con la cara desviada y la mejilla roja, luego de la sonora cachetada que ella no pudo evitar propinarle. La situación había llegado demasiado lejos: ese hombre no era, ni de cerca, lo que ella esperaba de quien debía estar a su lado. Siempre pensó en un hombre bien dispuesto, trabajador, responsable, fuerte. Y esto era el colmo de la sumisión. Pedro no era capaz ni de reclamar ante las situaciones más simples como un vuelto incompleto. Si se veía involucrado en una colisión, Pedro siempre terminaba pagando el choque. Si alguien se metía con él en la calle, Pedro siempre evitaba la confrontación y huía por la derecha. Si su jefe lo obligaba a trabajar horas extras, Pedro nunca exigió una compensación adicional.
Y ahora, le decía que no podrían celebrar su aniversario porque le habían asignado una tarea importantísima para el fin de semana y que él no pudo negarse a cumplir. Era el colmo.
- ¡Imbécil! ¡Incapaz!
Él no levantaba la mirada.
- Cobarde...
No sabía qué hacer para que aquel hombre reaccionara. Quiso irse, pero la violencia de lo que ocurrió después la tomó desprevenida.
Aun sin mirar, la mano de Pedro se levantó violentamente, y con el dorso alcanzó el rostro de su mujer, que cayó al suelo bruscamente. Estaba aturdida. Escuchó la voz de su marido, lenta, pausada, tranquila.
- Que no se te ocurra volver a tocarme. Este fin de semana me voy a trabajar, y espero que eso no te cause ningún problema.

Ella pasó el fin de semana como pasaba cualquier otro fin de semana. Arregló algunas cosas en la casa, salió a hacer compras y hasta se encontró con algunas amigas para tomarse algo, mientras su marido trabajaba duramente.
Él pasó el fin de semana como pasaba cualquier otro fin de semana. Se fue al apartamento de la playa con su secretaria, haciendo el amor y disfrutando de la tranquilidad que otorga una esposa que jura que su marido está en la oficina.