24 de septiembre de 2006

Lágrima

- Hola.
El silencio se hizo.
- ¿Qué te pasa?
Una lágrima apareció de repente rodando rápidamente por la mejilla, pero su mano no permitió que la gota tocara al suelo.
Él no vio la lágrima, pero pudo asumir que estaba allí.
- ¿Qué tienes, amor?
Ahí estaba ella, la dichosa palabrita.
Él se acerco a abrazarla.
- No des un paso más, no lo soportaría.
- Pero...
- Pero nada. No pasa nada... O mejor dicho, entre tú y yo no pasa nada.
- ¿Pero qué es lo que pasa?
Ella no se alteró.
- ¿Que qué es lo que pasa? ¿Esa es tu pregunta? A ver, qué es lo que pasa. Déjame ver por dónde puedo comenzar a decirte qué es lo que pasa desde hace 12 años para acá. Aunque pensándolo mejor, estoy segura de que tú podrías tener más clara la lista.
Él palideció y su mirada se fue instintivamente al piso.
- Me siento como una estúpida.
Ya no sabía si valía la pena decirle, o simplemente acabar con todo.
Él intentó hacerse el fuerte por un momento.
- ¿Pero se puede saber de qué carajo estas hablando?
- ¿Es que todavía no lo sabes? Bueno, te voy a dar una pista, a ver si te ayudo a expandir tu memoria: Ella vino hoy a presentarme a Luisito. Igualito a ti, por cierto, no puedes ni negarlo. ¿Necesitas más datos?
De nuevo hubo silencio. Otra lágrima apareció y desapareció igual que la primera.
- Ahora que lo sabes, fíjate lo que vamos a hacer. Aquí está la maleta, la única maleta que te vas a llevar de esta casa. Lo único de lo que no me duele deshacerme. Entonces, agarras tu maleta y te vas. Y ya está. Y listo. Y en todo caso, ya yo veré como hago para no sentir que estas dos décadas contigo no valieron la pena.
Él levantó por un instante la cabeza.
- Pero...
- Ni se te ocurra decir nada. Ahora no. Hoy no.
Él tomó la maleta sin levantar la mirada. Como en cámara lenta, caminó hasta la puerta y la cerró tras de sí, seguro de que no era solo una puerta la que se cerraba.
Ella dejó que las lágrimas, ahora sí, llegaran al suelo.

Ella estaba acostada en su cama, orgullosamente desnuda. Pensaba en él y en el hijo que le había ocultado.
- ¿Crees que regrese?- Le preguntó una voz masculina desde el baño.
- No lo creo-, dijo ella.
Él se acercó a la cama y la besó tiernamente.

10 de septiembre de 2006

Revueltos

- ¿Los quieres fritos o revueltos?
- ¿Qué cosa?
- ¿Cómo que qué cosa? ¿Qué otra cosa podría ser frita o revuelta a esta hora?
- ¿Los huevos? Fritos.
Mientras le freía los huevos, no podía dejar de pensar que ella estaba un poco rara. En más de una oportunidad durante la última semana la había encontrado con la mirada perdida, viendo quien sabe qué, y lo que es peor, pensando quien sabe qué.
- Cielo...
- ¿Ah?
- ¿Qué te pasa?
- ¿A mí?
- Sí...
- ¿A mí?... Nada.
- ¿En serio?
- Sí, sí... todo está bien.
Ella se terminó de comer el desayuno sin mucho apetito, casi por obligación. Él había preparado un jugo de naranja que estaba muy bueno, pero que ella apenas había probado.
Poco después se despidieron en el estacionamiento. Ella estaba perfecta en su traje sastre, como siempre, como la ejecutiva de publicidad a la que representaba en la oficina. Él también se veía muy bien en su traje gris hecho a la medida. Se besaron brevemente y prometieron verse al final del día.

Él recibió una llamada a su celular. Era de la clínica. Ella había tenido un accidente mientras iba a su trabajo, aunque no había sido nada grave. Él de inmediato se desvió de su camino y llamó a su trabajo, para informar de la situación.
Al llegar, ella estaba acostada en observación, con algunos golpes y otros rasguños. Tenía los ojos cerrados, pero no estaba dormida.

- Sr. Martínez.
- Sí, dígame, ¿cómo está mi esposa?
- Sr. Martínez, su esposa está en condición estable, el accidente no fue de gravedad.
- Gracias a Dios.
- En realidad, el problema no es ella. Lamento informarle que debido al accidente, el embarazo de su mujer quedó interrumpido y perdió al bebé.
- ¿Bebé? ¿Qué bebé?

Ella seguía con la mirada perdida. Él la tomaba de la mano, y la besaba tiernamente.
"Ya habrá tiempo, amor, todavía estamos a tiempo", le susurraba él al oído.
Pero ella no pensanba ni en el tiempo, ni en él.
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El cuadro es del pintor venezolano Salas Dávila, y lleva por nombre "Las manos de la mirada perdida"

6 de septiembre de 2006

Irreconciliables

Un buen día, Micaela decidió que cambiaría su vida.

Micaela siempre fue una niña bien. Sus padres eran profesionales trabajadores, que sabían invertir su dinero y ahorrar, por lo que a ella nunca le faltó nada. Vivió en una apartamento cómodo, sin ser ostentoso. Estudió en un colegio privado, hizo deportes, teatro. Sus padres le enseñaron desde muy pequeña el valor de la modestia y de evitar los excesos: Se vestía bien, pero no necesariamente con ropa de marca o costosa. Sus juguetes eran como los de cualquier niña, nunca tuvo los mejores juguetes ni los que estaban de moda.
Así que Micaela creció tratando de darle el justo lugar a cada cosa, sin ser presumida, antipática o fastidiosa solo porque sus padres tenían el dinero necesario para considerarse una pequeña princesa.
Justo por eso, ya terminando la universidad, mientras estudiaba arquitectura -la profesión de su papá-, conoció a Jesús, un chico un poco desarreglado, distraído, que estudiaba Letras también en la universidad. Jesús tenía su encanto, basado en una verborrea fantástica, hablando de escritores, poetas, artistas. Su sensibilidad siempre estaba a flor de piel.
Jesús vio a su pequeña princesa y se enamoró. Micaela no estaba demasiado convencida, pero poco a poco se fue dejando seducir con las palabras de Jesús, quien la consentía como mejor podía: llenando su corazón con las notas dulces de su verbo. Y ella, como abeja a la miel, fue enamorándose poquito a poco.
Ya cerca de la graduación de ella, fue él quien se atrevió a dar el paso, y le propuso matrimonio. Para Micaela, la corta edad (ambos no llegaban a los 25 años) y las diferencias sociales (Jesús no tuvo la suerte de vivir como ella vivió) no eran obstáculo para el amor, por lo que aceptó de inmediato.
Muy poco tiempo después, en casa de Micaela, se escuchaba un grito ahogado. Ellos no estaban de acuerdo con lo que haría su hija, casándose con este muchacho bohemio, pobre y con poco futuro. Pero ella insistió. Fue la primera vez que tuvo una discusión así con sus padres.
Se fugaron.

Tres años después, Micaela estaba segura de que todo había terminado. La verborrea de Jesús ya no era la misma. Él ya no era el mismo, y ella tampoco. Y el amor se había desvanecido de la misma forma como había llegado: poquito a poco.
Un buen día, Micaela decidió que cambiaría su vida. "Diferencias irreconciliables", lo llaman.