30 de mayo de 2012

En que lío me metí... otra vez

Hoy fue un día de esos que difícilmente voy a olvidar.

Pero esta historia no comenzó hoy. Comenzó hace 14 años y 6 meses, en Nueva York. Solo que hoy se escribió otro capítulo.

Un capítulo que comenzó ayer en la noche: Dos amigos llegaron de Miami y vinieron a visitarnos. Hablamos, nos tomamos un vinito. La conversación transcurría tranquila, entre temas con distintos niveles de banalidad, sin mayor trascendencia que no fuese la de pasar un rato tranquilo y divertido.

Sin saber cómo, hablamos de Nueva York. Hace unos cuantos años, esta pareja de amigos decidió irse a vivir a EEUU y su destino final fue la ciudad del río Hudson. Por supuesto, en algún momento decidí contarles lo que ahora comparto con ustedes y que fue escrito hace unos cinco años:

DEL BLOG QUE ESCRIBÍ PARA LA BBC DE LONDRES.
CAPÍTULO II: "EN QUÉ LÍO ME METÍ"
Yo sabía que algo estaba pasando. Aquello no era normal, pero hasta aquel momento había decidido no darme por enterado, con cierto éxito.

Recién me graduaba en la universidad, ni siquiera había mandado a guindar el título. Trabajaba para una revista especializada en mercadeo y gerencia, como periodista de planta, y cada uno de los reportajes que me eran asignados tenían que venir acompañados de sus respectivas fotos. Y ella era la fotógrafa. Una mujer un poco loca, treintañera, entusiasta, como buen artista que se respete, delgada, de imagen irreverente, siempre queriendo vivir la vida intensamente.

-Vámonos para Nueva York, loco. 
-¿Perdón? 
-Que nos vayamos para Nueva York. 
-¿A qué, si se puede saber? 
-Fíjate: nos vamos una semana y entrevistamos a venezolanos exitosos en la gran manzana. Tú escribes, yo tomo las fotos. Regresamos y le vendemos los reportajes a periódicos y revistas de aquí.

-¡Bah!... ¿En serio? ¿Tú crees que se gane algo? 
-¡Claro, chico, aunque sea el costo del viaje lo sacamos! Y puedes decir que visitaste los niuyores...

Un mes después estaba montado en el avión. Emocionado, asustado, pero dispuesto a vivir la aventura. Llevábamos algunos contactos hechos desde Caracas, así que sólo era cuestión de hacer un par de llamadas telefónicas y ¡voilá!, mandado hecho.

Así conocí a una diseñadora de ropa casual, a un maquillador que comenzó su carrera embelleciendo a las protagonistas de las telenovelas "Primavera" y "Abigail" -seguro que más de uno se acuerda, ¿no?-, unos artistas florales maracuchos y hasta a un famoso diseñador de alta costura venezolano cuando recién abría su showroom en la isla de Manhattan.

Nos quedamos en un hostal de YMCA muy céntrico, donde compartimos la litera de la pequeña habitación y con baño común en el piso, enorme por cierto, repleto de jóvenes aventureros como nosotros que, por una u otra razón, también visitaban la ciudad de los rascacielos.

En Nueva York fue donde lo conocí. Era uno de esos entrevistados de nuestra lista de reportajes. Recuerdo que lo citamos frente a un McDonald´s que quedaba cerca de Broadway -en serio, escribo estas cosas y parece que la historia no fuera mía-. Era un tipo relativamente bajo, moreno, gordito, pero con cara de buena gente. Su única seña particular era una cicatriz en la mejilla, no muy notoria pero evidente.

Comenzamos la entrevista, saqué mi grabador de casetes japonés y lo puse sobre la mesa mientras nos comíamos nuestros respectivos combos. La conversación transcurrió sin mayores sobresaltos, aunque la historia no dejaba de ser conmovedora: para ese momento, él estaba ilegal en NY, recibiendo tratamiento para controlar los efectos que había causado el HIV y que lo llevaron al borde de la muerte mientras vivía en Caracas. Sólo con la ayuda de un grupo de amigos logró viajar a EEUU para formar parte del programa en el cual le habían salvado la vida, y que ahora le permitía llevar una vida "normal".

Yo sí noté algo raro. Desde el principio, sentí que su manera de mirarme era extraña, pero juro que no tuve claro nunca qué era lo que estaba pasando. Me veía lánguido, ponía los ojos pequeñitos, sonreía ligeramente, y por supuesto, ignoró a mi amiga casi por completo mientras le tomaba las fotos. Al terminar la entrevista, quedamos en vernos nuevamente antes de regresar a Caracas.

Y así fue. Nuestros amigos maracuchos -o maracuchas, a estas alturas no sabría decirlo-, nos hicieron una reunión en la floristería la noche antes de nuestra partida. Ahí estaba yo: diez hombres y dos mujeres y todos -exceptuando a mi compañera de viajes y a mí- homosexuales. En el grupo estaba él, pendiente de cada uno de mis movimientos. Mi primera fiesta gay y yo no sabía donde meter la cara. Sonaba un merengue de Juan Luis Guerra.

-¿Bailamos? 
-¿Perdón? 
-Que si quieres bailar...

Me le quedé viendo un instante. No sabía qué hacer: nunca en mi vida había bailado con un hombre. 

-Vente, chico, que es igual que si bailaras con una mujer. 

"No vas a hacer el papelón de tu vida aquí, cuando esta gente ha sido tan amable. Además, estás en Nueva York, a quien sabe cuántos kilómetros de Caracas. ¿Quién se va a enterar?"

Bailé con él hasta que me dolieron los pies. Y tomé hasta que mi cabeza giraba más rápido que mi cuerpo. Él se encargó de llenar mi copa de vino blanco cada vez que esta se vaciaba, que no fueron pocas.

A las cinco de la madrugada, las aceras de la ciudad estaban desiertas. De pronto, me encontré caminando con él tomado del brazo. Nos dirigíamos al Metro: yo estaba cerca del hostal, pero él tenía que hacer un viaje de al menos 40 minutos para llegar a su habitación.

Llegamos a la estación y bajamos las escaleras. En un recodo, sorpresivamente, siento que él me empuja y voy a dar contra la pared. Mi cabeza aún daba vueltas y no atinaba a decir palabra. Se colocó frente a mí, muy cerca.

-¿Te puedo besar? 

No la pensé: la respuesta salió sola:

-Bueno...

Sentí como su boca, sus labios, se apoyaban contra los míos. Eran suaves, cálidos, deliciosos. Su lengua jugó con la mía durante largo rato. Presionaba su cuerpo contra el mío, me abrazaba con ternura y firmeza. Era diferente. Ese beso lo disfruté.

Al día siguiente, tenía que ir al aeropuerto, pero tuve la oportunidad de verlo de nuevo. Quería, necesitaba verlo otra vez. Desayuné con él, conversamos de tonterías, era imposible hablar de algo más. Durante ese rato, no me reconocí. Ese que estaba allí, sintiendo el montón de cosas que sentía, no era yo.

Cuando se acercó la hora de irme, él me acompañó a buscar las maletas. En la puerta del hostal, se despidió de mí con un beso breve en los labios, que acompañó con una caricia en mi rostro. Todavía deseo que ese beso hubiese sido más largo. En el avión, una frase retumbaba en mi cabeza: "Y ahora, ¿qué hago yo con esto? ¿En que lío me metí?"

Así comenzó todo. Así fue como de verdad, comenzó todo. Ya no podía decir que nada estaba pasando, no podía mentirme a mi mismo.

Por cierto, el reportaje nunca lo escribí, hasta hoy.
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Mis amigos se quedaron con la boca abierta: se impresionaron con el relato, pero más aún con las casualidades. Resulta que ambos vivieron en Nueva York en ese entonces y tenían razones para recordar con claridad ese diciembre de 1998. Pero más aún: uno de ellos había trabajado con los floristas maracuchos -Las Morontas, quienes ahora son las orgullosas dueñas del restaurant "El Cocotero"-, y con la descripción del chico en cuestión solo atinaron a decir:

- ¡Pero por Dios, Jogreg, si estás hablando de Manuel!

- ¿Ustedes lo conocen?
- No solo lo conocemos: ¡Lo tenemos en el facebook!


Pocos momentos después, solicitaba la amistad de Manny Munro: el hombre que me robó aquel beso en Nueva York. Y en la mañana, recibo un breve mensaje: "Manny ha confirmado su solicitud de amistad".

Inmediatamente le escribí un mensaje, y con él, la dirección web que le permitiría leer lo que escribí para la BBC: 

Hola Manuel, no sabes la alegría que me da reencontrarte finalmente y ver lo bien que estas... ¿Será que recuerdas quien soy?

Esta es una deuda que tengo contigo. No sé si, por esas vueltas que da el mundo, ya lo habías leído. En todo caso, así te recuerdo yo: Un recuerdo hermoso, invalorable. Y siempre deseé la oportunidad de poder agradecértelo. Siempre, siempre, voy a sentir esto tan bonito que me invade cuando te recuerdo y recuerdo esa brevísima historia que, por fin, después de casi 14 años, hoy te hago llegar. Otra vez, muchas gracias por formar parte de esta historia tan personal e íntima y que tu participación haya sido tan grata y especial. Lo eres y mucho. Te quiero.

Lo confieso: desde ese momento me asaltaron los nervios. Eran posibles al menos tres escenarios: a) Todo saldría como lo esperaba y sería un reencuentro cargado de emotividad; b) No recordaría quien era yo -14 años y medio después y habiéndonos visto solo dos veces, las posibilidades de que el encuentro hubiese sido memorable para él eran escasas-; o c) Ocurría una terrible confusión y Manny no era el hombre que yo creía, mi memoria me jugaba una mala pasada y, aunque facebook ofrecía una imagen cercana del hombre que recordaba haber conocido en NY, todos sabemos que hay millones de latinos allá y este no tenía que ser el que yo buscaba.

La opción, para mi felicidad, fue la a) ¡Manny y yo nos reencontramos!

Primero hubo algo de confusión, de desconcierto. Creo que no hay manera de entender correctamente lo que pasa por la cabeza de alguien cuando algo así ocurre. Pero unos instantes después me dijo lo que estaba esperando leer:

- Claro que te recuerdo, dejaste un gran vacio cuando te fuiste...

Basta decir que hubo una serie de confesiones importantes, momentos que nos llevaron a llorar de alegría y la sonrisa aún no se me borra del rostro. Intercambiamos incluso teléfonos, me llamó y conversamos unos 20 minutos. Fue, simplemente, maravilloso.

Manny está bien, estudió para ser trabajador social, está casado con David, feliz y sobre todo, sano. Y eso me llenó de muchísima alegría: Cada vez que recuerdo que dejé a Manuel en NY hace 14 años y 6 meses, lo único que pedía era que estuviese sano y viviendo una vida plena. Y Dios me escuchó.

Ahora solo queda esperar unos meses: Manuel recibe ahora la ciudadanía americana y su pasaporte, y vendrá a Venezuela -al fin- a visitar a su familia... y a mi.


Alguna vez leí que las despedidas son guiones escritos en la tierra, mientras que los reencuentros se escriben en el cielo. Y les asiste la razón.