El pote de leche iba volando. Créanme cuando les digo esto: el envase plástico de la leche iba volando, con todo su contenido dentro. En rigor, con la mitad del contenido porque en el desayuno ya habían consumido una parte. Tenían la costumbre de desayunar juntos, cereal con leche y trocitos de fruta. Él siempre le ponía azúcar, la leche sola no era de su agrado. Ella siempre se lo reclamó –“te vas a poner más gordo”, le decía-, pero él no le prestaba atención. Como casi siempre, la verdad. Quizás por eso es que la leche estaba volando. Tendría que reflexionar sobre eso: ya él no le prestaba ningún tipo de atención, en realidad. Es más: le aburría. Ya no era igual, no era como antes. Antes, en el lejanísimo pasado, se reían juntos. En pretérito pluscuamperfecto, se reían. En un pasado que, a la luz de los acontecimientos, era tan perfecto como es de imperfecto este presente continuo e inacabable. O dicho de otro modo: una mierda.
Veía que el pote de leche volaba y él se preguntaba qué fue lo que pasó para que llegaran hasta ese momento de sus vidas en el que, en un apasionado momento de arrechera, un envase a medio llenar de leche de vaca semidescremada y con suplementos vitamínicos, se encontraba en el aire, a velocidad sostenida, impulsado por una fuerza contundente emitida por su mujer, que en ese momento preciso tenía cara de pocos amigos. Se fijó mejor: esa cara no la había visto antes. Sabía quién era su dueña, pero nunca la había visto así: ceño muy fruncido, nariz arrugada, boca abierta con labios rígidos, mostrando los dientes en una especie de rugido, pómulos altos, ojos entrecerrados, marcando con fuerza las patas de gallo –“¡que no tengo patas de gallo! ¡Que para eso me gasto todos los reales que me gasto en cremas!”- que se le asomaban en la esquina externa de los párpados tensos. Su cuello parecía una guitarra, lleno de cuerdas estiradas hasta más no poder. Sus puños estaban cerrados -¿me va a pegar? No creo-. El cabello se agitaba al ritmo del movimiento de su cuerpo que hacía el esfuerzo de lanzar aquel pote que, poco a poco, se acercaba hacia su cara.
El envase semitransparente seguía su camino. No había nada que, al menos en apariencia, estuviese en la capacidad de interponerse en la trayectoria que le había imprimido el brazo de su mujer. La leche se iba desparramando por toda la cocina, era una tormenta láctea que caía impúdica por el piso, las encimeras, la puerta de la nevera, el horno, la mesa. Era un espectáculo de leche. “Habrá que limpiar luego”, se preocupó. Es que a la hora de limpiar, su mujer se ponía de mal humor. Aunque la verdad, no podría estar de peor humor, considerando el evento que transcurría en esos momentos. “Yo sí que me preocupo por pendejadas; foco, foco”, se decía. Mientras tanto, el producto continuaba impertérrito hacia su objetivo.
El instinto humano es una cosa seria. Sintió cómo su cuerpo se tensaba de forma incontrolable. El objetivo: evitar el golpe. Desviar su cara del trayecto que recorría el envase plástico lanzado por su mujer. Él no quería, en serio. No quería porque, en el fondo de su alma, sabía que ella tenía razón. Probablemente no se la daría nunca, era demasiado orgulloso. Pero tenía razón y se merecía su pote en la cara. Pero el cuerpo y los instintos traicionaron a su razón. Se agachó.
El pote se estrelló con fuerza en la pared, rompiéndose. La tensión del plástico no aguantó la fuerza del golpe. La leche estalló, dejando esquirlas de líquido por doquier. Sintió como su espalda se mojaba de leche salpicada. “Ahora me tendré que bañar y cambiarme de ropa”. Así era él. Y quizás por eso ella ahora lo odiaba. Se miraron un instante. Y luego ella, sin aguantarlo más, lloró. Desconsoladamente, inaguantablemente, lloró.
Él la miró con esa cara que sólo él sabe poner en los momentos más inoportunos, esa cara de incredulidad, asombro, ignorancia y reproche que a su mujer solo la ponía de peor humor. Esa mirada que dice “no entiendo nada de lo que pasa” y “eres una exagerada” que a su esposa le sacaba la piedra. Así, con esa mirada, abrió la boca.
- Ya, mujer, ya… no hay que llorar por la leche derramada.
Ella salió de la cocina, y de su vida, para siempre.
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Si te gustó, deberías leer lo que escribió Naky y su bestia en el lavandero.
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1 comentario:
Los felicito....se han reinventado y les ha quedado de lujo.... continúen con el dreamteam!
Cariños,
EBE
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