20 de febrero de 2008

Desnudo

Abrió la gaveta de su escritorio y sacó los binoculares. Recordó el día que los compró: fue todo un descubrimiento abrir la ventana y ver en una balcón, en el edificio vecino, a aquel hombre que se deshacía de sus ropas casi con desfachatez. No era un hombre excesivamente bien formado, pero se notaba que sus músculos habían sido ejercitados alguna vez, quedando en el cuerpo las marcas evidentes del esfuerzo. Su piel clara estaba cubierta de un pelaje oscuro bien distribuido en su pecho, abdomen, piernas y brazos. Con el uso de candado en la barbilla y de gafas de lectura, se convertía en una especie de dios griego que desde el primer día le causó una erección consistente.
No pudo hacer otra cosa que comprarse los binoculares, que noche a noche le permitieron hurgar cada parte desprovista de tela del cuerpo del hombre que lo puso a soñar con las posibilidades de conocerlo. Su objeto de adoración recorría desnudo de punta a punta su cuarto mientras se preparaba para tomar una ducha relajante luego de un duro día de trabajo. Podía pasar varios minutos así, con las nalgas al aire, mientras recogía su ropa y la colocaba cuidadosamente en el cesto, sacaba la toalla del closet, buscaba sus pantuflas debajo de la cama donde religiosamente las guardaba para dormir. Incluso, recordó aquella noche en la que decidió quedarse desnudo frente al televisor viendo quien sabe qué cosa que llamó su atención, acariciando su cuerpo y masajeando su cuello, y como quien no quiere la cosa, sobando sus partes que parecían crecer un poco ante el roce de sus dedos -nunca estuvo muy seguro de que eso fuese realmente así: atribuyó tales momentos de gloria a su imaginación, a sus ganas de ver aquel trozo de carne creciendo en las manos de su dueño.
Con los binoculares en una mano y un trago de ron en la otra, colocó la silla en la ventana que servía de palco ideal para su espectáculo nocturno. Esperó unos minutos: su protagonista no había llegado a casa.
Media hora más tarde, se abrió la puerta del cuarto. Comenzó el show.

Luego de leer un rato en la cama, decidió apagar la luz de la mesa de noche. No recordaba qué había leído, solo podía estar pendiente del hombre que lo veía desde el otro lado de la calle. Dejaba las ventanas y las cortinas abiertas de par en par a propósito: sabía que era el objeto de placer de aquel hombre que, noche a noche, lo miraba con descaro. Apenas se hizo la oscuridad, abrió la gaveta de la mesa de noche y sacó sus binoculares. Se acercó a la ventana y vio como su admirador, lamentando que su espectáculo hubiese terminado, se decidía a quitarse la ropa para ducharse y deshacerse deel calor que se apoderó de su cuerpo.
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La obra se llama "Desnudo", de Marc Chagall

14 de febrero de 2008

La línea del amor

Preparó todos los detalles con sumo cuidado. Quería que la noche fuera especial. No es que considerara que el día de San Valentín tuviera realmente alguna importancia, nunca se la dio, pero esta vez quería aprovechar tanta utilería, tanto lazo, tanto peluche, para compartir una velada maravillosa con su mujer.
Reservó con tiempo de antelación en uno de sus restaurantes favoritos. Allí, los estaba esperando un ramo de hermosas flores con un toque salvaje -las rosas no eran lo de ella, le parecían demasiado cursis-. Comieron poco pero delicioso, tomaron algo de vino tinto francés de una muy buena cosecha, recomendado por el dueño del local. Conversaron de lo mucho y de lo poco, estaban felices de que ya sus hijos fueran grandes e independientes, que sus respectivas carreras estuviesen transitando por años de éxito y de satisfacción.
Iban tomados de la mano mientras él manejaba camino a casa. Estaban en esa etapa de la vida en la que no era necesario decir nada, los silencios estaban tan cargados de significado como cualquier discurso. La sola presencia de ella a su lado era suficiente.
Cuando abrió la puerta de la casa, un hombre los esperaba con una botella de champaña bien dispuesta en una hielera y tres copas en una bandeja de plata. Los tres se miraron, ella con sorpresa, ellos con complicidad.

Varios orgasmos después, ella se fumaba un cigarro sentada en la cama. Veía aquellos dos cuerpos desnudos en su cama y se preguntaba como fue que descubrió que el amor y el sexo no son necesariamente lo mismo. Fue un descubrimiento que hicieron en conjunto, ella y su marido, el hombre que amaba. Una opción que rompió el paradigma del placer y lo llevó a nuevos terrenos, a trazar nuevas fronteras.
Desde ese día, la vida estuvo completa.
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La obra se llama "Placer Vital", de Mercedes Espíndola.