Ofendida. Sus risas producen esa extraña resonancia que no soy capaz de evitar. Mueve su barbilla con ritmo, regalando a su pecho movimientos cadenciosos y quienes la observan se contagian, aún no comprendiendo sus bromas, pero es ella y como con los bostezos, una ola de carcajadas vuelven a mí, se replican en mí, un amasijo de sonidos a los que aporté el vaho que desprenden, compartido, son lo mismo, yo configuré los címbalos de sus campanas y el contenido necesario para que estallasen acompasadas.
Mancillada. Su imprecisión, hizo de mí un recuerdo rápido, uno de tantos, de aquellos que logren sobrevivir a la velada, compitiendo feroces entre sus propias condiciones de ridículo y su proclividad a ser payasos en colectivo, quién caiga primero, aquel o aquella al que las palabras se le enreden, quien caiga tratando de sentarse en una
silla, la que tropiece, el que irresponsablemente suba a su carro acelerando así el riesgo contra su vida y la de cualquier infortunado que llegue a cruzarse en la ruta, desordenada y sortaria.
Antes estuve allí, protagonista de sus ganas. Me encontré con mis iguales al aire, con sus dedos en mí. No necesité más que la marca de sus labios, iridiscentes, bellos aunque no simétricos, pero suyos en mí. Felices ambas.
Richard lleva su mano derecha a la frente y dice con suficiente volumen para sobrepasar la música, las conversas y el sueño de los vecinos:
- ¡Panas, se nos acabó el vino tinto!
- ¡Pues tomaremos vodka! -, grita Gabriela desde la otra esquina de la sala, bandeando la propuesta cuyo único color reside en la etiqueta.
Todos ríen, mientras se acusan unos a otros de haber bebido más, de las contribuciones que no fueron y por eso es que no alcanzó. Más de una docena de botellas verde oscuro entran en concurso a ver cuál fue el país seleccionado por más comensales. De plano ganan los chilenos, lo sé, conozco su consonancia, también sé de sus efectos cuando no se respeta su edad y saltas de un gran reserva a un crianza como si de agua mineral se tratase. Por eso están así. Maleducados, pandilla de incultos jugando con taninos cuando regularmente sólo beben cervezas.
Ella se contuvo, resistió. Carlos decidió hacerle depositaria de los sobras de los demás, una mezcla con saliva y hálitos de los que aceptaron la transa hacia el licor incoloro, incluso de los ausentes: todas y todos a ella. Volvió a intervenir Gabriela con un grito, porque aún borracha tiene criterio:
- Deja eso ahí, si quieres toma agua, pero nunca sobras.
Encendió dos cigarrillos, le acercó el primero y comenzó la ignominia. Cuánto asco la primera vez que sus cenizas se bañaron gozosas en el tinto que aún conservaba, reduciéndome a nada, ofendida, mancillada,
una copa convertida en cenizal.
(Foto de @Jogreg, textos de @Naky)
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