31 de marzo de 2011

La Llegada


Todo comenzó con un fuerte rumor. Es bien sabido por todos que los animales no perciben el mundo igual que los hombres. Los colores son distintos: A veces el rojo es más intenso, a veces es el azul, o simplemente, para los más desafortunados, solo hay manchas de luces y sombras en gamas de grises. Igual, la perspectiva también cambia: no es lo mismo tener los dos ojos bien puestos frente a la cara, siempre mirando hacia adelante, que tenerlos a los lados, lo cual te brinda una mayor amplitud de tu campo visual. Y si, como en el caso de muchas aves, tu cabeza es capaz de girar como un torno, en la práctica no hay nada que se te escape, no tienes puntos ciegos ni nada de eso. Es que hasta el tiempo cambia. ¿Sabían que la razón por la que es tan difícil matar a una mosca es que, para ellas, el tiempo es percibido mucho más lento gracias a los miles de ojos que tienen en la cabeza? Por eso hemos tenido que inventar cualquier cantidad de artilugios para deshacernos de ellas. Pero tengan algo por seguro: sobrevivirán más tiempo que nosotros en este planeta.

Tampoco el sentido del olfato es igual. Nosotros, los pobres humanos, tenemos una membrana –la llaman pituitaria y yo siempre recuerdo a los pitufos por obvias razones- bastante pequeña. Dicen que es la evolución. Creo que en eso de evolucionar, los humanos hemos sido un poco estúpidos. No nos salieron alas, por ejemplo. A ninguno de nuestros antecesores le dio por pensar que su mundo sería mejor si pudiese saltar cada vez más alto o más lejos, en aras de la sobrevivencia del más apto. Quién sabe, es posible que hoy en día hubiésemos conquistado el cielo sin necesidad de aparatos. Tampoco imaginamos que nos convenía ser más fuertes, tener más músculos, o ser más grandes, más altos, más elásticos... O, como en el caso de la pituitaria, tener narices más grandes para oler más y mejor. Está clarísimo que muchos animales tienen una capacidad más desarrollada que la de nuestra diminuta pituitaria para percibir el más leve rastro microscópico del aroma que despide el ambiente que nos rodea. Incluso, hay animales que se dan el lujo de ir perdiendo la vista, de lo bien que les va guiándose por el sentido del olfato. En cambio nosotros, desdichados de nosotros… tiene que llevarnos por delante una avalancha de olores para apenas percibir la fragancia de los geranios o las naranjas.

¿Y qué decir de nuestro lastimado y casi olvidado sentido del oído? ¿Se han fijado que ya casi no tenemos orejas? Lo primero es un asunto meramente estético: nuestras orejas no tienen un tamaño llamativo, apenas si sobresalen a los lados de la cabeza y, en muchos casos, se ocultan debajo de una melena. Pero además, no tienen la prestancia de unas orejas felinas o la elegancia de las orejas de los conejos. Y ahora hablemos de la funcionalidad: ni se les ocurra pensar que nuestros oídos son un portento de la naturaleza, que si no, pregúntenle a los murciélagos o los delfines, que hacen gala –en realidad son unos presumidos- de un sentido del oído que funciona como sonares y que les permite volar en la oscuridad a los primeros y conseguir comida enterrada en la arena a los segundos. ¿Qué logramos nosotros con los oídos? Voltear antes de que nos atropelle un camión, supongo. O comunicarnos. Y ustedes dirán: “pero mira que comunicarse es una gran cosa”. Y yo les pregunto: ¿Y es que acaso los animales no se comunican? ¿O es que decidimos pensar que no lo hacen por el mero hecho –muy pretencioso, por demás- de que no los entendemos?

Seguro han escuchado esta vieja historia. Dicen que ciertas tribus indígenas podían percibir si alguien se acercaba gracias a las vibraciones que sus pasos generaban en el piso. Aparentemente, cuando el mundo era un lugar mejor –o quizás más tranquilo-, algunos tenían la capacidad de acercar su oído al piso y percibir las ondas que generaban el paso de las manadas de ñúes o bisontes a kilómetros de distancia, de modo que podían planificar la estrategia más adecuada para cazar alguno de estos gigantes y hacerse de alimento para varios días. Ahora, solo he visto algo similar en las películas donde hay vías férreas y los niños deciden pegar el oído al metal para sentir si viene el tren. O tiene que venir un tiranosaurio rex creado por computadora para que vibre el agua del vaso extrañamente presente en una camioneta de un parque de diversiones jurásico y nos demos cuenta de que algo peligroso se acerca.

Por eso digo yo que el hombre fue bastante tonto eligiendo sus súper poderes en la evolución. Nos decidimos por algo que nos hace sentir superiores, cuando en realidad parece que no lo somos tanto: la inteligencia. Hicimos evolucionar nuestros pensamientos, para poder decirnos a nosotros mismos que somos racionales. Porque tampoco es que podamos andar por la naturaleza presumiendo de nuestra superioridad: ninguno de quienes comparten este pequeño planeta azul con nosotros es capaz de valorar el hecho de que nosotros somos “seres superiores”. Es más, les podría importar bastante poco. Pero no. Les importa. Hemos logrado que les importe.

Todo comenzó con un rumor. La tranquilidad del lugar se quebró con un comentario que hizo uno de ellos hablando para sí, casi sin querer, como pensando en voz alta.

- ¿Sintieron eso?
- ¿Qué cosa?

Conocían cada olor, cada paisaje, cada hoja del hogar que habían ocupado siempre. Sabían de cada quien por sus pasos, sus ruidos, sus hábitos. La vida era bastante predecible: naces y tratas de sobrevivir. Te comes a este y a aquel, te proteges o huyes de uno y el otro. Construyes tu refugio, buscas pareja –o parejas, dependiendo de tu especie y de tu suerte-. Te reproduces y sigues sobreviviendo. Y un buen día, tratas de huir y no lo logras, por lo que te conviertes en alimento de algún otro que también está intentando pasar el mayor tiempo posible respirando. Así había sido desde siempre. 

- ¿Qué fue eso?
- ¿A qué te refieres? 
 Eso…

Los nervios se fueron apoderando del lugar. Ruidos desconocidos, vibraciones irregulares, olores extraños se acercaban y se hacían cada vez más relevantes, más presentes. Eran ajenos, visitantes, depredadores. El instinto de supervivencia hizo que algunos huyeran, abandonando con dolor sus referentes y sus certezas. Otros, paralizados, no atinaban a tomar una decisión.

Aquel lugar que había visto pasar tantas lunas, había sido invadido. Una historia de miles de años, de millones incluso, había sido turbada, amenazada, torcida por el único que, estúpidamente, había decidido evolucionar haciéndose cada vez más débil. Vieron con estupefacción y resentimiento a aquel que vino a conquistar un espacio que no era suyo.

 No te preocupes. No durará mucho -, dijo uno, abandonando el lugar para siempre.
____________________
La foto es de @Naky y los textos son míos.
El segundo cuento de Naky se llama Como papagayos, y lo puedes leer acá.
Si te gustó, quizás te gustaría leer también La Playa o La Ignominia...

1 comentario:

Sin Rumor dijo...

Excelente iniciativa! Vaya par de talentos! Felicitaciones, amigos