24 de marzo de 2011

La playa


No había podido dormir. El ruido de las olas lo mantuvo a la expectativa de lo que ocurriría inexorablemente al día siguiente. Amaba el mar, juguetear con la arena impecable que se escurre entre los dedos mientras buscaba conchas marinas y ver a los guacucos y chipichipis sacar su lengua amarilla y resbaladiza. Amaba el ruido de las olas, pero no el que se escucha desde la orilla o desde las piedras del malecón. Se aburría a rabiar cuando le pedían que se sentara al final de la tarde a ver el horizonte y escuchar el golpe marino contra las rocas –“el mar no se mira, con el mar se juega” decía él-. Era el sonido que se escucha desde lo profundo, cuando dejas que esa enorme masa de agua te cubra por completo, el que más le gustaba. Estar allá abajo hace que el tiempo pase más despacio. Le gustaba abrir los ojos y sentir la sal picándole la córnea, para luego salir y restregarse los párpados con el dorso de la mano y volver a entrar. Era un acto masoquista, aunque él en realidad no tenía ni idea de que tal palabra siquiera existía.

Le encantaba sentir el sol sobre su espalda, a pesar de la mezcla de potingues que su mamá acostumbra a ponerle para protegerlo de quemaduras e insolaciones. Cada dos horas se repetía el procedimiento de embadurnar toda su pequeña humanidad, creando una capa a la que decidió adjudicarle súper poderes, a modo de hacerla más divertida. Entonces, se convertía en el héroe al que era imposible vencer gracias a su delgada pero indestructible capa de FPS-60 o “Fusión Protónica Sintética de última generación”, con la cual se atrevía hasta lo indecible para rescatar desde un cangrejo hasta el mar entero de las poderosas fauces de la devastación ecológica.

Desde la noche anterior el mar lo esperaba con su arrullo provocador. Esperaba impaciente a que toda la familia se despertara para poder ir a corretear olas y atrapar burbujas que estallaban al menor contacto. Sintió que la luz comenzaba a colarse por las rendijas de su ventana y sin la menor pudicia corrió hasta el cuarto de su mamá.

-¿Puedo salir ya?

Ella, aun arremolinada, apenas abrió un ojo para descubrirlo ataviado con toda la indumentaria que Jacques Cousteau habría envidiado para su corta edad: traje de baño azul celeste, par de salvavidas en los brazos, careta y tubo de respiración para los casos de sumersión prolongada e investigaciones detalladas sobre la vida marina, chapaletas de colores que triplicaban el tamaño de sus pies, un dinosaurio –aunque a veces parecía un dragón- inflable que le permitía descansar mientras flotaba sobre él, tobo y palita plásticos para la construcción del infaltable palacio imperial de arena y la toalla enrollada en su cuello.

-¿Puedo salir ya? ¿Puedo, sí, puedo?

Intentó enfocar la mirada en su reloj de pulsera. “¿Qué hace este muchacho despierto a las 5:30 de la mañana?”.

Tuvo que posponer el inicio de su aventura acuática y conformarse con suspirar mientras lo observaba desde el pequeño orificio que dejaba la pared de ladrillos de adobe, al menos hasta que su mamá se levantara e hiciera las empanadas de cazón que le darían la energía necesaria para enfrentar a los “enemigos del mar” -o los amigos del mal, daba igual-. Qué bueno que el mar, como el amigo fiel que es, lo seguiría esperando.

(Foto elegida por @Naky. Textos de @Jogreg)

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