26 de abril de 2011

La presa


- ¿Para dónde vas?

Sabía que la pregunta venía con el tono. Era fácil percibir sus molestias en la voz, no había necesidad de mirarlo. Aunque si hubiese volteado, habría notado también sus ojos, entrecerrados, fijos en su espalda. 

-  A resolver un asunto del condominio, amor, ya vengo.

Dejó a Antonio José como tigre enjaulado frente a un televisor que no proponía nada de lo que a él le hubiese gustado ver: no era época de beisbol, ya no pasan las peleas de boxeo y las pocas películas disponibles eran comedias rosas. Nada de acción, violencia o sexo gratuito. Y si de sexo gratuito se trataba, resulta que quien se lo proporciona se fue a “resolver un asunto del condominio”. ¿Qué carajo era eso del condominio, que podía ser más importante que él? Además, era sábado en la tarde, no era el momento para andarse con pendejadas del condominio. “El hombre de la casa merece ser atendido, para eso me parto el lomo trabajando” decía su papá cuando llegaba a la casa. Y no era poco lo que él trabajaba para darle a su mujer todo lo que ella le pedía. Siendo honestos, tampoco era demasiado: la había acostumbrado a vivir con poco más de lo necesario, sin lujos ni antojos, que esta no es época de andar malgastando la plata y él tampoco es un magnate de esos que salen en televisión.

Pero sí se dedicó a estudiar su técnico en contabilidad. Eso es algo que tenía que agradecerle a su vieja: que lo obligara a estudiar “una vaina, cualquier cosa, para que tengas como ganarte la vida sin ser obrero como tu papá”. En esa época le parecía que no tenía nada de malo ser obrero. Su viejo había logrado mantenerlos y echar para adelante una familia decente. Eran muy humildes, siempre vivieron en una casita muy modesta, pero con el apoyo de toda la familia, los hijos de Antonio y Benita resultaron unos hombres de bien, trabajadores como su padre, pero estudiosos como quiso la madre, quien siempre tuvo en mente que el futuro de esos muchachos no podía ser repetir el pasado de ellos.

Siempre trabajó para poder pagarse sus estudios. Tuvo la suerte de conseguir un buen puesto como vendedor de electrodomésticos en una tienda por departamentos. Tenía un talento casi sobrenatural para convencer a los clientes de comprar cosas que en realidad no necesitaban. Era capaz de destruir cualquier presupuesto y manipular toda situación a su favor, lo cual le permitió hacerse de las mejores comisiones por venta que se hubiesen visto en la historia de la compañía. Antonio José era una leyenda, con un carisma arrollador y una labia incontenible, enamoraba a todos.

En esas redes cayó Lucía, la secretaria de administración de la tienda. Sabía que Antonio era un picaflor, uno de esos que nadie recomendaba como marido. Pero se enamoró de ese hombre que recorría la tienda a gran velocidad, atendiendo con prontitud a cada cliente que se acercaba a preguntar por una licuadora o una cocina. La sonrisa amplia y perfecta, ojos brillantes, despiertos, atentos. Alto como una muralla, de espaldas anchas, fornido como su padre. Antonio José tenía lo suyo y lo sabía; por eso las mujeres se entrampaban con todo gusto y lo deseaban como padre de sus hijos.

No fue demasiado complicado para Antonio tomar la decisión de casarse con Lucía: una mujer linda, simpática, trabajadora. Y sobre todo, mucho más decente que el resto de las mujeres con las que había salido. Era la única que parecía tomarse en serio su relación con él, así que apenas pudo, le pidió matrimonio. Ella no lo pensó dos veces.
**
- ¿Se puede saber por qué te tardaste tanto?

No esperó la respuesta. Ella tampoco habría podido dársela: el golpe en la mandíbula no la dejó ni respirar. Se quedó viéndola con cara de odio. Lucía volteó lentamente y buscó en sus ojos la mirada que la enamoró, la sonrisa que era capaz de desangrar billeteras. No las encontró. Lo que tenía al frente era a un desconocido. Llovieron los golpes, como siempre.
**
¡Para dónde crees que vas!

Esta vez, Lucía miró de frente a esos ojos que ya no brillaban. Los suyos se humedecieron. Afuera estaba esperándola su hermano, que la ayudó a cargar la maleta con las pocas cosas que necesitaba para vivir, ya estaba acostumbrada a hacerlo con poco. Él se quedó mirando la puerta que se cerraba, aburrido, mientras ella sentía el alivio de la presa que, finalmente, se suelta de las enormes fauces de un monstruo que se cansó de jugar con su víctima.

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