7 de abril de 2011

La pestaña


Por todos lados se escuchaban los gritos de los niños que jugaban a ser policías y ladrones, monstruos del espacio, maestras de escuela o corredores de carreras de coches. El día era claro y fresco, ideal para salir de la casa y procurarse un poco de color en las mejillas. Las nubes correteaban con la brisa al igual que los niños, sin el menor asomo de provocar desaguisados que obligaran a cambiar planes y terminar en un “mall” rodeados de odiosas vidrieras, granito, metal y millones de maniquíes con etiquetas y precios.

Se acostaron en el pequeño jardín del parque, rodeados de matas de cayena enrojecida y un gran árbol de apamate. Era su rincón particular; desde ahí se podía escuchar todo lo que acontecía en los columpios, también podían verlo a una distancia prudente si levantaban un poco la cabeza. O si no, si lo que querían era perderse en sus inacabables charlas, el escondite les ofrecía suficiente privacidad.

Ese día, sin embargo, no hablaban. Era como si disfrutaran de tan solo sentir la grama en sus espaldas, del caminar de los escarabajos en los brazos y, sobre todo, de tenerse el uno al otro así, en silencio, sin más límites que los que dictan la moral y las buenas costumbres en los espacios públicos –que ellos tampoco eran de andar dando escándalos-.

Pasó el rato. El sol, que al llegar al parque estaba bastante alto, ya tenía algo de flojera por haberse levantado tan temprano. Apenas habían dicho dos palabras, se habían reído de uno de esos chistes que habían escuchado el día anterior, comentado sobre la peculiaridad de los colibríes o deseado que hubiese más días como aquel. ¿Quién no ha querido alguna vez que no llegue el lunes?

Cayó en cuenta de lo que habían logrado. Es uno de esos momentos en los que recuerdas –lo sabes, solo que a veces lo olvidas- lo que significa amar a alguien. Se levantó y se colocó sobre él, mirándolo fijamente a la cara, ese rostro que conocía como a sus propias impertinencias. Sonrió.

- Tienes una pestaña.
- Una no. Muchas.
- No, chico, que se te cayó una pestaña y la tienes debajo del ojo.

La tomó con delicadeza. La colocó en la yema de su pulgar derecho y se la ofreció en son de juego para pedir un deseo. Él colocó su dedo gordo sobre la pestaña y presionó. Cerraron los ojos.

Luego separaron los pulgares y la pestaña quedó pegada a uno de ellos. Rieron como si acabaran de cometer una travesura. Eran incapaces de compartir el deseo con el otro, debido a aquella vieja conseja que dice que si revelas tu petición, esta no se cumplirá. Pero en realidad no importa quien se quedó con la pestaña, porque solo Dios sabe que ambos habían pedido el mismo deseo, y que esa solicitud ya venía en camino.

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