28 de abril de 2011

La morgue

Siguió a su cuerpo incrédulo. La muerte lo había tomado por sorpresa y no tuvo el valor de alejarse de lo que había sido su morada carnal durante 47 años. Había algo de curiosidad también. Así que mientras sus restos yacían en la poltrona de su casa, su espíritu se quedó sentado en el suelo, absorto en sus pensamientos.
Es verdad, 47 años parecen pocos. Morirse a esa edad no tiene mucha gracia, pero tampoco era asunto de sentir rabia. Siempre pensó que no tenía sentido tenerle miedo a la muerte, y ahora, muerto como estaba, se dio cuenta que tenía razón. Fallecer no tenía nada de malo, o al menos hasta ese momento, lo que sentía era una enorme paz. ¿Paz? ¡Claro, con razón cuando alguien muere la gente dice “que en paz descanse”! ¡De eso se trata! De sentirse en paz…
Veía su cuerpo y, mal visto, no parecía estar muerto. Un poco pálido sí, pero muerto, no. Tuvo la suerte de morirse como si se quedara dormido, viendo televisión. La película estaba emocionante, pero no como para morirse de un infarto fulminante. Se dio cuenta que su cabeza iba y venía a distintas velocidades: por un lado, parecía que el tiempo se había detenido y que no pasaba nada a su alrededor. Su esposa descubrió su cuerpo, lloró, hizo varias llamadas, llegaron las autoridades... Todo eso ocurría a una velocidad pasmosamente lenta, como para que no olvidara cada detalle del efecto que tenía su muerte en los seres que amaba. Pero por otro lado, era como si tuviese visiones del futuro, su espíritu se iba llenando de imágenes, sensaciones, presagios: ya estaba en él la alegría de ver a su hija casándose con un hombre de bien, a su esposa superando una muerte tan inesperada como la de su joven marido y a su hijo menor graduado de ingeniero de la república. Y no había dolor ni resentimiento del estilo “me habría gustado vivirlo”, porque era como si lo estuviese viviendo. Sabía que estaba allí, presente para el nacimiento de sus nietos, para los viajes de vacaciones, para las reuniones familiares alrededor de la parrilla. No dejaba de estar porque sentía que formaba parte del espíritu de su casa, del corazón de su mujer y de sus hijos que no lo olvidaban.
Llegaron a llevárselo. “Es la hora”, pensó. “Seguro que ya me voy para donde me tengo que ir”. De la poltrona a la camilla. De la camilla al pasillo, bajarlo por las escaleras. Vio a los vecinos asombrados, algunos lloraban pausadamente –¿en serio me querían?-. Lo montaron en una camioneta.
Como ya el tiempo no existe, sabía que estaba en la morgue. Se asombró un poco por la rapidez, pero luego se dio cuenta de que, si trataba de recordar, era capaz de rememorar cada detalle del trayecto, de las calles, de los árboles, del frescor de la brisa de la tarde. La ciudad estaba bonita –o la muerte le sienta bien, no estaba seguro-.
No se sintió solo. Al principio no había prestado demasiada atención, quizás la sorpresa de la muerte lo hizo ensimismarse y no darse cuenta de que en la morgue no estaba solo. Pensó que era obvio, si estaba en la morgue habría otros muertos. Una mano se posó sobre su hombro, cálida pero intangible. “Es como una energía”, se dijo. Miró por encima de su hombro.
La morgue, para su sorpresa, era una fiesta.
“Morirse no es tan malo”. Y sonrió.
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Para matizar la tristeza del cuento "La Presa", Richard me pidió que escribiera algo alegre sobre una morgue. Esto fue lo que se me ocurrió. Espero que haya quedado menos deprimente que el otro...

26 de abril de 2011

La presa


- ¿Para dónde vas?

Sabía que la pregunta venía con el tono. Era fácil percibir sus molestias en la voz, no había necesidad de mirarlo. Aunque si hubiese volteado, habría notado también sus ojos, entrecerrados, fijos en su espalda. 

-  A resolver un asunto del condominio, amor, ya vengo.

Dejó a Antonio José como tigre enjaulado frente a un televisor que no proponía nada de lo que a él le hubiese gustado ver: no era época de beisbol, ya no pasan las peleas de boxeo y las pocas películas disponibles eran comedias rosas. Nada de acción, violencia o sexo gratuito. Y si de sexo gratuito se trataba, resulta que quien se lo proporciona se fue a “resolver un asunto del condominio”. ¿Qué carajo era eso del condominio, que podía ser más importante que él? Además, era sábado en la tarde, no era el momento para andarse con pendejadas del condominio. “El hombre de la casa merece ser atendido, para eso me parto el lomo trabajando” decía su papá cuando llegaba a la casa. Y no era poco lo que él trabajaba para darle a su mujer todo lo que ella le pedía. Siendo honestos, tampoco era demasiado: la había acostumbrado a vivir con poco más de lo necesario, sin lujos ni antojos, que esta no es época de andar malgastando la plata y él tampoco es un magnate de esos que salen en televisión.

Pero sí se dedicó a estudiar su técnico en contabilidad. Eso es algo que tenía que agradecerle a su vieja: que lo obligara a estudiar “una vaina, cualquier cosa, para que tengas como ganarte la vida sin ser obrero como tu papá”. En esa época le parecía que no tenía nada de malo ser obrero. Su viejo había logrado mantenerlos y echar para adelante una familia decente. Eran muy humildes, siempre vivieron en una casita muy modesta, pero con el apoyo de toda la familia, los hijos de Antonio y Benita resultaron unos hombres de bien, trabajadores como su padre, pero estudiosos como quiso la madre, quien siempre tuvo en mente que el futuro de esos muchachos no podía ser repetir el pasado de ellos.

Siempre trabajó para poder pagarse sus estudios. Tuvo la suerte de conseguir un buen puesto como vendedor de electrodomésticos en una tienda por departamentos. Tenía un talento casi sobrenatural para convencer a los clientes de comprar cosas que en realidad no necesitaban. Era capaz de destruir cualquier presupuesto y manipular toda situación a su favor, lo cual le permitió hacerse de las mejores comisiones por venta que se hubiesen visto en la historia de la compañía. Antonio José era una leyenda, con un carisma arrollador y una labia incontenible, enamoraba a todos.

En esas redes cayó Lucía, la secretaria de administración de la tienda. Sabía que Antonio era un picaflor, uno de esos que nadie recomendaba como marido. Pero se enamoró de ese hombre que recorría la tienda a gran velocidad, atendiendo con prontitud a cada cliente que se acercaba a preguntar por una licuadora o una cocina. La sonrisa amplia y perfecta, ojos brillantes, despiertos, atentos. Alto como una muralla, de espaldas anchas, fornido como su padre. Antonio José tenía lo suyo y lo sabía; por eso las mujeres se entrampaban con todo gusto y lo deseaban como padre de sus hijos.

No fue demasiado complicado para Antonio tomar la decisión de casarse con Lucía: una mujer linda, simpática, trabajadora. Y sobre todo, mucho más decente que el resto de las mujeres con las que había salido. Era la única que parecía tomarse en serio su relación con él, así que apenas pudo, le pidió matrimonio. Ella no lo pensó dos veces.
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- ¿Se puede saber por qué te tardaste tanto?

No esperó la respuesta. Ella tampoco habría podido dársela: el golpe en la mandíbula no la dejó ni respirar. Se quedó viéndola con cara de odio. Lucía volteó lentamente y buscó en sus ojos la mirada que la enamoró, la sonrisa que era capaz de desangrar billeteras. No las encontró. Lo que tenía al frente era a un desconocido. Llovieron los golpes, como siempre.
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¡Para dónde crees que vas!

Esta vez, Lucía miró de frente a esos ojos que ya no brillaban. Los suyos se humedecieron. Afuera estaba esperándola su hermano, que la ayudó a cargar la maleta con las pocas cosas que necesitaba para vivir, ya estaba acostumbrada a hacerlo con poco. Él se quedó mirando la puerta que se cerraba, aburrido, mientras ella sentía el alivio de la presa que, finalmente, se suelta de las enormes fauces de un monstruo que se cansó de jugar con su víctima.

11 de abril de 2011

Las patas sucias


-  ¡Ni se les ocurra montarse en la cama con las patas llenas de mugre!


Yo no sé cómo es que las madres no se dan cuenta de lo incongruentes que pueden llegar a ser. Estemos claros: si camino con los pies en el suelo, sin sandalia, chancleta, chola, zapato, zueco o cualquier cosa que se le parezca, es por pura imitación, modelaje que llaman. En casa siempre hemos visto a mi mamá caminando descalza. Recorre la casa entera recogiendo con las plantas de los pies todo el polvo que la naturaleza deposita en el pavimento.

Claro, ella tiene su excusa: camina descalza para poder sentir el momento en el que la casa necesita ser barrida y coleteada otra vez. Y cuando digo “otra vez” no es de gratis. Esa señora tiene la manía –porque de verdad parece una obsesión- de mantenerlo todo impecable, pulcro y “en su santo lugar”.

-  Es que todo tiene su puesto, mijito, y nada debería estar fuera de su puesto.

Las peleas por el desorden eran eternas. Que si tu cuarto es zona de guerra y un día de estos va a aparecer un muerto debajo del montón de ropa sucia, que si la mesa de comedor parece un barco pirata; ¿cuándo es que vas a recoger el poco e´ libros esos, si ya terminaste de estudiar?; que si yo pretendía dejar los zapatos atravesados en mitad de la sala porque ella me los lanzaría por los aires para pegármelos en la cabeza, que con esos zapatos tan grandes el que se tropiece se mata; que a quién se le había ocurrido dejar la pasta dental abierta que dejó todo el lavamanos manchado…

Cualquier momento era bueno para pegar cuatro gritos. Supongo que los vecinos los escucharían todo el tiempo. Pero es que las familias orientales son así: gritones, espléndidos en el arte de hacerse escuchar. Dicen que es la cercanía al mar y que las casas son siempre tan grandes que hay que gritar para que te escuchen de un lado a otro. La casa de mi abuela en Güiria era así, enorme. Quedaba en todo el frente de la plaza Bolívar. Bueno, en rigor, aún está allí, pero ya nadie habita en ella. Es la perfecta casa de pueblo, con zaguán, jardín interno y varios cuartos distribuidos a todo lo largo de la casa, y remata en un patio adornado con una mata de aguacate y un tanque de agua que fungía de piscina para cualquier hora del día o de la noche en que hiciera calor –que eran casi todas-. El piso era de granito, por lo que caminar descalzos sobre él era una delicia… aunque tremendamente peligroso si estabas mojado por haberte estado bañando en el tanque. Más de uno se dio un buen golpe en el cogote al resbalar en medio del comedor. 

- ¡Quién lo mandó a estar buscando comida a esta hora! ¡Es que no para de comer!

Las vacaciones en Güiria eran maravillosas. La gente me pregunta cómo es que podía aguantar las doce horas de camino que separan a Caracas del pueblo más cercano a Trinidad. Allá se acaba la carretera nacional: después del pueblo natal de mi abuelo no hay nada. Cualquier otro caserío en la costa de Paria tiene acceso solo por mar, incluyendo a Macuro, lugar donde desembarcó Colón en su tercer viaje hace unos 500 años. Yo incluso llegaba a enfermarme durante el viaje en el carro, se me subía la temperatura, tal era la emoción que me generaba saberme en camino a las temporadas más divertidas que puedo recordar.

En esa casa inmensa de techos altísimos e inagotables corrientes de aire nacieron todos mis tíos, nueve para ser exactos, hijos de Avelino y Josefina. La escena tuvo que haber ocurrido cientos de veces: alguno de ellos cogía para la plaza sin permiso, y mi abuela detrás pegaba tres gritos.

- Mira, muchacho del carajo, ¿para dónde vas tú? ¿Quién te dio permiso a ti de salir?

De ahí la gritadera. De ahí las patas sucias. De ahí las ganas de bañarme en interiores en medio de la Plaza Bolívar bajo los palos de agua que caen en ese pueblo al que ahora no visito con tanta frecuencia como quisiera. A veces se me olvida limpiarme los pies antes de acostarme, o dejo los zapatos atravesados en medio de la sala y la mesa llena de libros, esperando escuchar los gritos de mi abuela o –lo que se hereda no se hurta, dicen- los de mi mamá, recriminando el oscuro y asqueroso color de mis patas.
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La foto es de @Naky y los textos son míos...

7 de abril de 2011

La pestaña


Por todos lados se escuchaban los gritos de los niños que jugaban a ser policías y ladrones, monstruos del espacio, maestras de escuela o corredores de carreras de coches. El día era claro y fresco, ideal para salir de la casa y procurarse un poco de color en las mejillas. Las nubes correteaban con la brisa al igual que los niños, sin el menor asomo de provocar desaguisados que obligaran a cambiar planes y terminar en un “mall” rodeados de odiosas vidrieras, granito, metal y millones de maniquíes con etiquetas y precios.

Se acostaron en el pequeño jardín del parque, rodeados de matas de cayena enrojecida y un gran árbol de apamate. Era su rincón particular; desde ahí se podía escuchar todo lo que acontecía en los columpios, también podían verlo a una distancia prudente si levantaban un poco la cabeza. O si no, si lo que querían era perderse en sus inacabables charlas, el escondite les ofrecía suficiente privacidad.

Ese día, sin embargo, no hablaban. Era como si disfrutaran de tan solo sentir la grama en sus espaldas, del caminar de los escarabajos en los brazos y, sobre todo, de tenerse el uno al otro así, en silencio, sin más límites que los que dictan la moral y las buenas costumbres en los espacios públicos –que ellos tampoco eran de andar dando escándalos-.

Pasó el rato. El sol, que al llegar al parque estaba bastante alto, ya tenía algo de flojera por haberse levantado tan temprano. Apenas habían dicho dos palabras, se habían reído de uno de esos chistes que habían escuchado el día anterior, comentado sobre la peculiaridad de los colibríes o deseado que hubiese más días como aquel. ¿Quién no ha querido alguna vez que no llegue el lunes?

Cayó en cuenta de lo que habían logrado. Es uno de esos momentos en los que recuerdas –lo sabes, solo que a veces lo olvidas- lo que significa amar a alguien. Se levantó y se colocó sobre él, mirándolo fijamente a la cara, ese rostro que conocía como a sus propias impertinencias. Sonrió.

- Tienes una pestaña.
- Una no. Muchas.
- No, chico, que se te cayó una pestaña y la tienes debajo del ojo.

La tomó con delicadeza. La colocó en la yema de su pulgar derecho y se la ofreció en son de juego para pedir un deseo. Él colocó su dedo gordo sobre la pestaña y presionó. Cerraron los ojos.

Luego separaron los pulgares y la pestaña quedó pegada a uno de ellos. Rieron como si acabaran de cometer una travesura. Eran incapaces de compartir el deseo con el otro, debido a aquella vieja conseja que dice que si revelas tu petición, esta no se cumplirá. Pero en realidad no importa quien se quedó con la pestaña, porque solo Dios sabe que ambos habían pedido el mismo deseo, y que esa solicitud ya venía en camino.