El comandante está en Cuba. Por razones que no vienen al caso, Herr Chávez tuvo que permanecer en la isla de la felicidad por un tiempo que él mismo calificó de “indefinido”. A pesar de las pataletas y los grititos ahogados de quienes dicen representar a la oposición, que reclamaban, dada la situación, que el país se encuentra en lo que llamaron un “vacío de poder”, la facción roja del hemiciclo la volvió a hacer: ratificó que el líder máximo tiene derecho a quedarse en Cuba el tiempo que requiera su recuperación de la intervención quirúrgica a la que fue sometido. Post-facto, su grupo de soldados, rodilla en tierra, protege la majestad del magnánimo caudillo, jurando incluso “defender con la vida misma” el mandato de su serenísima.
Es decir que, en la práctica, las elecciones de diciembre pasado no sirvieron para un carrizo.
Por insólito que parezca, y a pesar de que se supone que el rol de la Asamblea Nacional es generar el espacio propicio para el debate y el logro de consensos, la realidad es que seguimos viviendo bajo la égida de la imposición de la voluntad de quien se ha convertido en mandante –que no co-mandante y mucho menos mandatario nacional. Gracias a la paupérrima mayoría alcanzada con su minoría de votos, la presencia roja es apabullantemente más poderosa que los sesentipico de diputados que hoy en día dicen representar a la otra mitad de los que votaron en las últimas elecciones.
Y de diálogo, nada. A los venezolanos hace un buen rato se nos olvidó lo que significa esa palabra. En tiempos de polarización, cualquier tema se politiza de modo tal que el juego siempre sumará cero: mientras uno gana, el otro pierde –y deberá ser humillado en el proceso. Porque no se trata solo del acto mismo de hablar y escuchar, sino de lo que implica para una sociedad el logro de los consensos requeridos para la convivencia.
Ya lo decían los republicanos: cualquier interferencia será legítima en tanto discutida y acordada. Cualquier otra decisión que afecte la forma de vida de los ciudadanos no será otra cosa que una imposición, y por ende, viola lo que se supone sería el valor más sagrado del hombre: su libertad. Pero claro, estamos hablando de peras y, no nos quede dudas, el líder es cualquier cosa menos pera (supondrá el lector que se parecerá más a la muy gringa manzana, por lo roja, al menos en lo que a discurso se refiere).
Sin diálogo y sin consensos, seguimos en las mismas desde la fatídica decisión de abandonar los espacios parlamentarios: soportando calladamente las consecuencias de tener una asamblea de mentira, un Estado que habla de independencia de poderes mientras se carcajea por nuestra ingenuidad porque solo lo hace para mantener las apariencias de un régimen que se dice democrático cuando, ni siquiera en las instituciones deliberativas por excelencia, se cumple con el mandato constitucional de, justa y argumentadamente, deliberar.