
(Para Pao)
Aquel hombre estaba sentado en un escalón que sobresalía del piso frío del aeropuerto. Las piernas dobladas, los codos apoyados en las rodillas, las manos que ocultan el rostro húmedo. Trataba de aguantar las ganas de sollozar desvergonzadamente en pleno tránsito peatonal, está bien que los aeropuertos sean los lugares más adecuados para ver a alguien llorar, pero tampoco era un asunto de sentirse orgulloso por ello.
Es que el vacío que se siente en el pecho es grande, enorme. Y son muchas las lágrimas que hay que vertir para mitigar el dolor que genera tanto peso. Es extraño: sería quizás el único vacío que pesa, una rareza físico-química digna de estudio, pero que seguramente ningún científico podrá discernir. En las cosas del amor, de los sentimientos, de la vida, la mirada objetiva no tiene lugar.
Lo que sí estaba claro era que había razones de sobra para tomar la decisión de irse. De recoger la vida y meterla en una maleta para rehacerla en otras latitudes. Y cuando los motivos son los motivos, la fuerza de la voluntad es una marejada indetenible. "Lo mejor es lo que pasa", pensó. Y de inmediato se retractó de sus pensamientos: esa no era la mejor manera de interpretar el momento. Esta no era una jugada del destino, del azar: era una decisión consciente.
"Todo va a salir bien". Todo indicaba que no había razones para el fracaso, para la duda. De eso estaba seguro, y era su único y su mejor consuelo. Sin embargo, no era el mejor momento para consolarse: hacía pocos momentos, su hija se había despedido de él.
Decidió que no tenía por qué avergonzarse. Lloró sonora y contundentemente, hasta inundar todo el lugar. Ya habrá tiempo para sentirse mejor.
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La obra se llama "La despedida" del pintor español Alvaro Reja