14 de diciembre de 2005

Vargas

Hoy estaba limpiando mi computadora de algunos archivos inservibles y me encontré con esto, justo hoy 15 de diciembre... Fue un relato que escribí cerca de un año después de la tragedia. La verdad es que creo que, a veces, vale la pena recordar...
Saludos y besos a quien corresponda.

I
“Algo está pasando en San Bernardino, Luis”. Eran las seis de la mañana del 16 de diciembre. Había llegado temprano a la oficina de redacción de la radio para bajar a La Guaira, donde ya se tenía una idea de la complejidad de la situación. Pero una llamada telefónica nos alertó sobre la emergencia en el barrio Los Anaucos.
En ese momento, aparecieron las primeras imágenes de Jhonny Ficcarella en medio del río que bajaba desde el Ávila y atravesaba, inclemente, las calles de esa urbanización. Luis Mata, jefe de redacción de Unión Radio, tomó las llaves del carro y decidimos lanzarnos por la Cota Mil hasta la zona.
Fue entonces cuando comenzamos a especular sobre la gravedad de la tragedia que apenas se empezaba a vislumbrar. El día del referéndum constitucional, César Miguel Rondón había iniciado las transmisiones del operativo electoral con el informe de Defensa Civil que señalaba los estragos ocurridos en Vargas, en el cual ya se hablaba de miles de damnificados.
Al llegar a Los Anaucos, la lluvia no se apiadaba. En cambio, arremetía con más fuerza. En ese momento, se dio inicio a la cobertura de un evento de magnitudes que aun no sabemos cuantificar.

II
La experiencia profesional en estos casos no sirve de nada. Por dos razones. En primer lugar, porque es una ocasión excepcional donde no eres testigo de una historia, sino protagonista de la noticia. En segundo lugar, porque rara vez alguien vivirá dos veces una tragedia como esta. Y en mi caso, aunque se considere que no tengo razón, tampoco las tenía todas conmigo: mi vida como reportero no alcanzaba los dos meses. Ahí estaba yo, un novato, frente a un río que se metía dentro de las casas y arrasaba con todo lo que encontraba a su paso.
Si me preguntan qué pasó, no lo sé. Sólo recuerdo que tomé el teléfono celular y arranqué a caminar hacia arriba, hacia el Ávila, como si allá me fuese a encontrar con un monstruo con quien tenía ganas de pelear. Pero mientras más me acercaba, crecía la certeza de que solo podría verlo desde cierta distancia, impotente. Y no me quedaba otra opción que salir al aire para contar lo que, incrédulamente, mis ojos estaban viendo.

III
A las nueve de la mañana, estaba montado en la platabanda de una casa de la cual sólo se veía el techo. Solía ser una agencia de festejos. Detrás, se divisaba parte del barrio los Anaucos. A mi lado, una joven estaba absorta ante el espectáculo.
- Viejo, esa casa tiene agua hasta el techo -, le dije a Luis, que me acompañaba sobre la platabanda.
- Lo que no sabe usted, es que esa es mi casa y tiene tres pisos, señor. Y aun no sé si mi mamá logró salir-, me respondió la muchacha.
- Será mejor que nos bajemos de aquí- nos dijo el joven Cruz Roja que nos acompañaba.
Pocos momentos después, a dos cuadras de allí, un colegio dio inicio a las labores de ayuda a cientos de personas afectadas, guiadas por un grupo de vecinos que recolectaba alimentos, ropa y colchonetas, a quienes el agua había arrebatado parte de sus vidas.

IV
Quién sabe de dónde salen las fuerzas para continuar. Algunos dicen que es la adrenalina. Yo todavía me lo pregunto.

V
El día dio paso a la noche. Solo recuerdo que en algún momento llegué al Parque Naciones Unidas. Allí ya se habían reunido no sé cuantas personas traídas de muchos lugares, pero creo que sobre todo de los barrios Blandín, Gramoven y otros golpeados por la lluvia, que por cierto, amainaba sólo por ratos. Allí, se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era leer a través de la radio los nombres de los primeros refugiados del lugar. Una lista que cada vez se hacía más larga. Y por supuesto, apelar a la inagotable generosidad de un pueblo que veía cómo se derrumbaban, junto con las casas, los sueños de muchas personas.
Esa noche, a la una de la mañana, llegué a mi casa sin saber qué decirle a mi familia, que me esperaba para tener detalles de lo que ocurría. Pero no tenía ni idea: sólo quería olvidarme de todo. El río en mi cabeza era inclemente. Pocos momentos después, escuché al Presidente Chávez rogando. Apagué la televisión.

VI
La primera vez que fui hacia las zonas de Macuto y Los Corales, lo hice gracias a una “cola” de un helicóptero que estaba llevando alimentos y agua al lugar. Ya había visto algunas imágenes, pero nunca es lo mismo que verlo directamente.
Mientras nos acercábamos, no quise dejarme llevar por lo que, a pesar de que era evidente, mi mente no quería procesar. Allá abajo era todo un gran montón de escombros. Yo no era un gran fanático de bajar a La Guaira a la playa, a pasar el fin de semana, como muchos caraqueños. De hecho, para hacerlo prefería llegar a Todasana o a Chichiriviche de la Costa, quizás para alejarme lo más posible de la civilización. Pero ver todo aquello y darme cuenta de lo que se había perdido, fue un impacto.
Sin embargo, ahí estaba yo, duro. Tragando grueso. Es más, quise transmitir desde el aire, pero el ruido del helicóptero y la señal defectuosa del teléfono celular no me lo permitían. Pero mi dureza se acabó cuando, luego de descargar el helicóptero, montamos a unas 8 personas a bordo para llevarlos al aeropuerto.
La experiencia de ellos tuvo que ser dramática: no sólo tenían allí 3 días –era el miércoles 18 de diciembre-, sino que la idea que podían tener de la magnitud de la tragedia era solo de oídas. La perspectiva se reducía a lo poco o mucho que pudieran haber visto u oído a sus alrededores. Y de pronto, se encontraban abandonando su hogar y parte de sus familiares, sobrevolando la zona que antes fue su refugio, convertida ahora en piedras y lodo.
Solo recuerdo la cara de una señora mayor, de más de 60 años, con la tez morena y llena de arrugas, pero con la expresión de quien ya lo ha vivido todo, enjugándose las lágrimas con un pañuelo de un color indefinido. También a una muchacha de unos 16 años, vestida con una braga, cubierta con una frazada y con un pequeño perro protegido en su regazo. Ella también lloraba. Y yo no me aguanté.

VII
Llegué al aeropuerto y me comuniqué con la radio. Me pidieron que contara lo que había visto. Al principio, no quise. Luego, recordé que para eso estaba ahí. En todo caso, antes de decir nada, ya Inés me había puesto al aire. No recuerdo qué dije. Lo único que sé es que no sabía si darle gracias a Dios por haber conseguido quien me llevara a verlo todo, o si hubiese preferido quedarme en el aeropuerto.

VIII
Siempre tuve la curiosidad de saber dónde quedó Tito. Y también qué será de la vida del Nené Sánchez.
Tito es médico. Vivía en algún lugar de todo aquello, con su muy embarazada esposa, ella también médico. Lo había perdido todo. Sin embargo, sin documentos y sin ropa para cambiarse, Tito dejó a su mujer en el Comando de la Guardia Nacional y se fue al Hospital de Pariata. “Prefiero estar aquí, ayudando, que lamentándome porque el río se llevó mi casa”, me dijo cuando lo conocí, en un camión del ejército, mientras regresaba de Macuto. Él había aprovechado un momento para ir hasta donde lo había dejado todo para ver si rescataba algo de ropa y alguna identificación. Luego lo vi en otras dos oportunidades, siempre en el hospital, echando una mano. Ahora no sé dónde está. Espero que estas líneas caigan en tus manos, que estés bien, que tu esposa también, y sobre todo, que estés disfrutando de tu nueva vida con tu nuevo hijo.
De Nené, supongo que todavía está en Punta de Mulatos. Su sobrina no sabía nada de él, y oyó por la radio que yo estaba en la Guzmania. Llamó y me pusieron en contacto con ella. Me pidió que buscara a Nené, que el vivía cerca, y que todos lo conocían por allí. Le dije que haría lo posible...
Esa tarde del 19 de diciembre, luego de haber viajado en moto como parrillero con mi amigo Pancho hasta Caraballeda, regresamos y nos detuvimos. Tenía que encontrar al Nené, y no me costó mucho porque aquel hombre era realmente popular. De inmediato me llevaron a su casa, no sé cuantas escaleras más arriba. Logré que se pusiera en contacto con su sobrina, y me tomé con él y su familia un cafecito que me cayó de lo mejor. Estaba exhausto, pero a pesar de todo, feliz. Fue el día más increíble de mi vida.

IX
Ese mismo día, mojé en el mar uno de los teléfonos, intentando llegar al buque transporte que llevaba a algunos sobrevivientes a zonas más seguras. Allí quedó el aparato, haciendo toda suerte de ruidos extraños. No sobrevivió. Pero pude entrevistar al capitán, gracias a que cargaba otro teléfono encima, un poco más resistente al agua.
Alguien por ahí me dijo el correcaminos, y fue una de mis mayores satisfacciones durante todo el periplo que significó sortear la tragedia.

X
Creo que poco sé de lo que pasó esa semana... A veces todavía sueño con todo esto, lo que me hace suponer cómo estará cada uno de los que sufrió en carne propia los días de lluvia. Cada uno de nosotros tiene y tendrá siempre un pequeño trozo de esa historia. Sólo doy gracias a Dios que yo puedo contar mi parte.

No hay comentarios.: